El pequeño héroe de Harlem.
Cerca de la ciudad de Harlem, célebre por sus tulipanes, vivía un muchacho llamado Hans. Un día salió a pasear con su hermanito a lo largo del dique. Y llegaron lejos, muy lejos, hasta un lugar donde no había ni casas ni granjas, sólo campos de cebada y flores silvestres. Hans estaba cansado; trepó por el dique y se sentó encima; su hermano se quedó abajo para coger violetas. De repente, el hermanito le llamó:
-¡Hans, mira que agujerito más divertido! ¡Salen de él pompas de jabón!
-¿Un agujero? ¿Dónde?
-Aquí, en el muro. El agua entra por él. Se dejó resbalar hasta abajo y miró.
-Es un agujero en el dique.
Miró a su derecha, nadie; a su izquierda, nadie; ¡Y la ciudad estaba tan lejos, tan lejos! Hans sabía que muy pronto el agua atravesaría el agujero si no lo cerraban en seguida. ¿Qué hacer? ¿Correr hasta la ciudad? Los hombres habían salido de pesca. ¡Quién sabe cuando volverían! Ahora las gotitas se habían convertido en un hilillo de agua que se deslizaba con regularidad y alrededor del agujero. De pronto, Hans tuvo una idea. Hundió su dedo índice en el agujero y dijo a su hermano:
-Corre, ¡de prisa, de prisa! ¡Dieting! Di a la gente que hay un agujero en el dique. Diles que lo mantendré taponado hasta que vengan.
El niño comprendió por la mirada de su hermano que se trataba de algo grave y se puso a correr tan deprisa como sus piernecitas podían llevarle. Y Hans se quedó solo, con el dedo en el dique. De vez en cuando, una ola que había roto más fuerte, rociaba con su espuma los cabellos del muchacho. Poco a poco su mano se fue quedando tiesa. Intentó frotársela con la mano, pero se iba quedando cada vez más tiesa. Miró hacia la ciudad y su larga carretera blanca. Nadie. El frío le subió por la muñeca a lo largo del brazo y hasta el hombro. Le pareció que hacía horas que se había ido su hermano. ¡Se sentía tan solo y tan cansado! Apoyó su cabeza contra el muro para descansar un poco. Entonces le pareció oír la voz del mar que le decía:
-Soy el océano. Nadie puede luchar contra mí. ¿Quién eres tú para querer impedir mi paso? ¡Ten cuidado, ten cuidado!
El corazón de Hans latía fuertemente. ¿Acaso no vendrá nadie jamás? Y el agua chapoteaba contra las piedras murmurando:
-¡Pasaré, pasaré, pasaré! ¡Y te ahogaré, te ahogaré, te ahogaré!
Hans sintió deseos de retirar su dedo. ¡Tenía tanto miedo! Pero, ¿y si el agujero se hacía más grande y rompía el dique? Apretó los dientes, y hundió su dedo más profundamente que antes.
-¡Tú no pasarás¡ ¡Y yo no huiré!
En aquel momento oyó gritar. Lejos, muy lejos, en la carretera se vislumbraba una nube de polvo y luego, una masa negra que avanzaba. ¡Sí, eran los hombres de la ciudad! Reconoció enseguida a su padre y a sus vecinos. Traían cestos y gritaban: ¡Ánimo! ¡Ya llegamos! ¡Resiste! Y al cabo de un instante, ya estaban allí. Cuando vieron a Hans, pálido de frío y de sufrimiento, con su dedo apretando contra las piedras, lanzaron un “¡Hurra!” de entusiasmo. Su padre le tomó en brazos y frotó sus miembros rígidos y los hombres le dijeron que era un verdadero héroe y que había salvado la ciudad. Una vez reparado el dique, volvieron a la ciudad llevando triunfalmente a Hans sobre sus hombros. Y todavía hoy se cuenta en Harlem la historia del muchacho que salvó la ciudad.
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