domingo, 28 de septiembre de 2014

Garbancito.


Garbancito.


Narrador: Esto era un matrimonio que no tenía familia, y siempre estaba pidiéndole a Dios que les concediera un hijo, aunque fuera como un garbanzo. Tanto se lo pidieron, que al fin tuvieron un hijo, pero tan pequeño como un garbanzo. Por eso le pusieron Garbancito.
Una hora después de nacer le dijo a su madre:
Garbancito: Madre, quiero pan.
Narrador: Y su madre le dio un pan. Garbancito se lo comió en un santiamén. Volvió a pedir pan, y su madre se lo volvió a dar, y luego otro y otro. Así estuvo Garbancito comiendo hasta que dio cuenta de noventa panes, uno detrás de otro.
Al poco tiempo, le dijo a su madre:
Garbancito: Madre, apáñeme usted la burra y el canasto de mi padre, que se lo voy a llevar al campo.
Madre: ¿Pero cómo vas a hacer tú eso con lo pequeño que eres...?
Garbancito: Usted apáñemelo, que ya verá cómo se lo llevo.
Narrador: Pues bueno, la madre le preparó la burra y el canasto, que lo metió en un serón. Garbancito pegó un salto, se subió en el serón y, corriendo por el pescuezo de la burra, llegó hasta una oreja y se metió dentro.
Garbancito: ¡Aarre, burra! ¡Aarre!
Narrador: Así le iba diciendo al animal, que le obedecía. En mitad del camino toparon con unos gitanos, que, al ver una burra sola, dijeron:
Gitano: ¡Uy, una burra sola! Vamos a cogerla.
Narrador: Pero Garbancito dijo:
Garbancito: Dejad a la burra. Dejad a la burra, que no va sola.
Narrador: Al oírlo, los gitanos salieron corriendo despavoridos, creyendo que aquella burra estaba encantada.
Narrador: Cuando llegó a donde estaba su padre, Garbancito dijo:
Garbancito: ¡Soo, burra!
Narrador: La burra se paró y el padre no salía de su asombro.
Garbancito: Apéeme usted, padre, que vengo en la oreja y le traigo el canasto.
Narrador: Así lo hizo el padre muy asombrado y, cuando ya estaba Garbancito en el suelo, va y le dice:
Garbancito: Padre, mientras usted come, podría yo ir haciéndole unos surcos.
Padre: No, hijo, que eres muy pequeño para trabajar.
Garbancito: Que no, padre, ya verá usted cómo lo hago.
Narrador: Y de un salto se subió al yugo y empezó a dirigir los bueyes:
Garbancito: ¡Andaa, Pinto! ¡Ya, ya, Macareno!
Narrador: Los bueyes empezaron a moverse y en poco rato habían terminado de arar. Luego Garbancito llevó a los bueyes a la cuadra y se acostó a descansar en el pesebre del Pinto. Pero este se comió a Garbancito, sin darse cuenta, y cuando llegó el padre empezó a buscarlo y no lo encontraba. Se puso a llamarlo:
Padre: ¡Garbancito!, ¿dónde estás?
Narrador: Y Garbancito le contestó:
Garbancito: ¡En la barriga del Pinto, padre! ¡Mátelo usted y le daré veinticinco!
Narrador: Enseguida mataron al buey Pinto, le rajaron la barriga y se pusieron a buscar en las tripas, pero no hubo manera de dar con Garbancito. Aquella noche llegó el lobo y se comió las tripas del buey, y con ellas a Garbancito.
Iba el lobo por el monte, y Garbancito decía:
Garbancito: ¡Pastores, pastores, que aquí va el lobo! ¡Pastores, pastores, que aquí va el lobo!
Narrador: Salieron todos los pastores de sus cabañas y juntos apalearon al lobo y lo mataron. También le rajaron la barriga para sacar a Garbancito, que decía:
Garbancito: ¡Tened cuidado, no me cortéis a mí!¡Tened cuidado, no me cortéis a mí!
Narrador: Los pastores buscaron por todas las tripas, pero nada, no dieron con él.
Uno de los pastores hizo un tambor con las tripas del lobo, de manera que Garbancito se quedó dentro del tambor.
En esto vinieron unos ladrones, y los pastores salieron corriendo, dejando allí el tambor.
Los ladrones se sentaron al pie de un árbol y empezaron a repartirse el botín; habían robado muchas piezas de oro. Decía el capitán:
Capitán: Esta jarra para ti, esta para ti, y esta otra para mí.
Narrador: Y Garbancito desde dentro del tambor, dijo:
Garbancito: ¿Y para mí?
Capitán: ¡Cómo! ¿Quién ha dicho eso? ¿Hay alguno que no esté conforme?
Narrador: Los demás se miraban unos a otros. Seguía diciendo el capitán:
Capitán: Esta copa para ti, esta para ti y esta para mí.
Narrador: Y Garbancito:
Garbancito: ¿Y para mí no hay nada?
Capitán: ¿Cómo?
Narrador: Exclamó enfurecido el jefe de los ladrones.
Capitán: ¿Quién ha dicho eso?
Narrador: Los demás nada decían, y a esto que Garbancito se pone a tocar el tambor, y los ladrones, de ver un tambor que tocaba solo, echaron a correr que no se les veía el pelo, dejando allí todas las cosas que habían robado.
Garbancito se puso a arañar el tambor con una uña, hasta que hizo un agujerito y pudo salir. Cogió el botín de los ladrones y se presentó en su casa. Sus padres se pusieron muy contentos de verle, y además con tantas cosas de valor. Garbancito dijo a su padre:
Garbancito: Ya le dije a usted que matara a Pinto, que yo le daría veinticinco.
Narrador: Bueno, pues ya eran tan felices, hasta que un día se presentaron
en el pueblo los ladrones. Uno de ellos llevaba mucha sed y se acercó a casa de Garbancito a pedir agua. La madre salió a la puerta y le dio de beber al ladrón en lo primero que cogió a mano, y que era una de las copas robadas. El ladrón, nada más verla, la agarró y dijo:
Capitán: Señora, esta copa es mía. ¿Quién se la ha dado?
Narrador: La madre se asustó y cerró la puerta. Entonces el ladrón fue a contárselo a sus compinches:
Capitán: Ya sé dónde está nuestro tesoro. Esta noche lo robaremos otra vez.
Narrador: Pero Garbancito estaba sin pegar ojo, después de lo que había contado su madre.
Garbancito: Dejad puesta la lumbre, por si acaso.
Narrador: Garbancito se quedó al lado de la chimenea, preparó un montón de aulagas y puso en las llares un caldero de pez. A medianoche sintió cómo los ladrones hablaban en voz baja por el tejado, y el capitán se asomaba a la chimenea, diciendo:
Capitán: Por aquí va a ser. Atadme la cuerda a la cintura, que voy a bajar.
Narrador: En ese momento Garbancito atizó la lumbre, echó de golpe todas las aulagas, soplando muy fuerte, y empezó a hervir la pez. El capitán de los ladrones se puso a gritar:
Capitán: ¡Arriba, que me queman! ¡Arriba, que me queman!
Narrador: Pero no les dio tiempo a sacarlo, sino que cayó directamente en el caldero de pez y allí se quedó pegado y achicharrado y los demás ladrones salieron corriendo y nunca más se les vio por allí. Y colorín colorao, el que no levante el culo también lo tiene achicharrao.


El audio de este relato lo puedes oír, aquí.
Textos y audios de esta categoría, aquí.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

El ruiseñor







El ruiseñor.
(Hans Christian Andersen. Adaptación)
Narrador: El palacio del Emperador de la China era el más espléndido del mundo entero y el jardín imperial, tan extenso que el propio jardinero no tenía idea de dónde terminaba. Aquel bosque llegaba hasta el mar hondo y azul; grandes embarcaciones podían navegar por debajo de las ramas, y allí vivía un ruiseñor que cantaba tan primorosamente que todos se detenían a escuchar sus trinos.
De todos los países llegaban viajeros a la ciudad imperial, y admiraban el palacio y el jardín; pero en cuanto oían al ruiseñor, exclamaban:
Viajero: ¡Dios santo, y qué hermoso!¡Esto es lo mejor de todo!
Narrador: Un día estaba leyendo el emperador lo que decían acerca de la ciudad, del palacio y del jardín cuando...:
Emperador: «Pero lo mejor de todo es el ruiseñor.» ¿Qué es esto? ¿El ruiseñor? Jamás he oído hablar de él. ¿Es posible que haya un pájaro así en mi imperio, y precisamente en mi jardín? Nadie me ha informado. ¡Está bueno que uno tenga que enterarse de semejantes cosas por los libros!
Narrador: Y mandó llamar al mayordomo de palacio.
Emperador: Según parece, hay aquí un pájaro de lo más notable, llamado ruiseñor. Se dice que es lo mejor que existe en mi imperio; ¿por qué no se me ha informado de este hecho?
Mayordomo: Es la primera vez que oigo hablar de él. Nunca ha sido presentado en la Corte.
Emperador: Pues ordeno que acuda esta noche a cantar en mi presencia. El mundo entero sabe lo que tengo, menos yo.
Mayordomo: Vuestra Majestad Imperial no debe creer todo lo que se escribe; son fantasías.
Emperador: Pero el libro en que lo he leído me lo ha enviado el poderoso Emperador del Japón; por tanto, no puede ser mentiroso. Quiero oír al ruiseñor. Que acuda esta noche a mi presencia para cantar. Si no se presenta mandaré que todos los cortesanos sean pateados en el estómago después de cenar.
Narrador: El mayordomo y media Corte con él estuvieron buscando y preguntado por el notable ruiseñor, conocido por todo el mundo menos por la Corte. Finalmente dieron en la cocina con una pobre muchachita que exclamó:
Muchacha: ¡Dios mío! ¿El ruiseñor? ¡Claro que lo conozco! ¡qué bien canta! Todas las noches me paro a descansar en el bosque y le oigo cantar.
Mayordomo: Pequeña fregaplatos, te daré un empleo fijo en la cocina si puedes traernos al ruiseñor; está citado para esta noche.
Cortesano 1: ¡Oh! ¡Ya lo tenemos! Ahora que caigo en ello, no es la primera vez que lo oigo.
Cortesano 2: ¡Magnífico! Ya lo oigo, suena como las campanillas de la iglesia.
Muchacha: No, eso son ranas. Pero creo que no tardaremos en oírlo. ¡Es él! ¡Escuchen, escuchen! ¡Allí está! Mi pequeño ruiseñor, nuestro Soberano quiere que cantes en su presencia.
Ruiseñor: ¡Con mucho gusto!
Mayordomo: Mi pequeño y excelente ruiseñor tengo el honor de invitarlo a una gran fiesta en palacio esta noche, donde podrá deleitar con su magnífico canto a Su Imperial Majestad.
Ruiseñor: Suena mejor en el bosque....
Narrador: En palacio todo había sido pulido y fregado. Fueron colocadas las flores más exquisitas. En medio del gran salón, habían puesto una percha de oro para el ruiseñor. Toda la Corte estaba presente y el ruiseñor cantó tan deliciosamente que las lágrimas acudieron a los ojos del Soberano. Quedó tan complacido que dijo que le regalaría su chinela de oro para que se la colgase al cuello.
Ruiseñor: He visto lágrimas en los ojos del Emperador; éste es para mí el mejor premio.
Narrador: Realmente el ruiseñor causó sensación. Se quedó en la Corte, en una jaula particular, con libertad para salir dos veces durante el día y una durante la noche. Pusieron a su servicio diez criados, a los cuales estaba sujeto por medio de una cinta de seda que le ataron alrededor de la pierna.
Un buen día el Emperador recibió un gran paquete rotulado: «El ruiseñor».
Emperador: He aquí un nuevo libro acerca de nuestro famoso pájaro.
Narrador: Pero resultó que no era un libro, sino un pequeño ingenio, un ruiseñor artificial, cubierto de diamantes, rubíes y zafiros. Sólo había que darle cuerda y se ponía a cantar una de las melodías que cantaba el de verdad, levantando y bajando la cola.
Emperador: ¡Soberbio! Ahora van a cantar juntos. ¡Qué dúo harán!
Narrador: Y los hicieron cantar a dúo; pero la cosa no marchaba, pues el ruiseñor auténtico lo hacía a su manera y el artificial iba con cuerda. En adelante, el pájaro artificial tuvo que cantar solo. Obtuvo tanto éxito como el otro; además, era mucho más bonito, pues brillaba como un puñado de pulseras y broches. El ruiseñor verdadero sin que nadie se diera cuenta, saliendo por la ventana abierta, volvió a su verde bosque. Mientras tanto, el Director de la Orquesta Imperial aseguraba que el ruiseñor mecánico era muy superior al verdadero.
Director Orquesta Imperial: Fíjense Vuestras Señorías, y especialmente Su Majestad, que con el ruiseñor de carne y hueso nunca se puede saber qué es lo que va a cantar. En cambio, en el artificial todo está determinado de antemano. Se oirá tal cosa y tal otra, y nada más. En él todo tiene su explicación: se puede abrir y poner de manifiesto cómo obra la inteligencia humana, viendo cómo están dispuestas las ruedas, cómo se mueven, cómo una se engrana con la otra.
Todos: ¡Oh!
Narrador: El ruiseñor de verdad fue desterrado del país. El pájaro mecánico estuvo en adelante junto a la cama del Emperador, sobre una almohada de seda. El Director de la Orquesta Imperial escribió una obra de veinticinco tomos sobre el pájaro mecánico; que todo el mundo afirmó haberla leído y entendido, pues de otro modo habrían pasado por tontos y recibido patadas en el estómago. Así transcurrieron las cosas durante un año. Pero he aquí que una noche, estando el pájaro en pleno canto, el Emperador oyó de pronto un «¡crac!» en el interior del mecanismo; algo había saltado. La música cesó.
Fue llamado el relojero, quien manifestó que los pernos estaban gastados y no era posible sustituirlos por otros nuevos que asegurasen el funcionamiento de la música. Desde entonces sólo se pudo hacer cantar al pájaro una vez al año.
Pasaron cinco años, cuando una gran desgracia cayó sobre el país. El Emperador estaba enfermo de muerte. Frío y pálido yacía el Emperador en su grande y suntuoso lecho.
Emperador: ¡Música, música! ¡Oh tú, pajarillo de oro, canta, canta! Te di oro y objetos preciosos, con mi mano te colgué del cuello mi chinela dorada. ¡Canta, canta ya!
Narrador: De pronto resonó un canto maravilloso. Era el pequeño ruiseñor vivo, posado en una rama.
Emperador: Sigue, lindo ruiseñor, sigue. ¡Gracias, gracias! ¡Bien te conozco, avecilla celestial! Te desterré de mi reino; sin embargo, con tus cantos has alejado de mi lecho los malos espíritus, has ahuyentado de mi corazón la Muerte. ¿Cómo podré recompensarte?
Ruiseñor: Ya me has recompensado. Arranqué lágrimas a tus ojos la primera vez que canté para ti; esto no lo olvidaré nunca. Pero ahora duerme y recupera las fuerzas, que yo seguiré cantando.
Narrador: El Soberano quedó sumido en un dulce sueño. El sol entraba por la ventana cuando el Emperador se despertó, sano y fuerte.
Emperador: ¡Nunca te separarás de mi lado! Cantarás cuando te apetezca; y en cuanto al pájaro mecánico, lo romperé en mil pedazos.
Ruiseñor: No lo hagas. Él cumplió su misión mientras pudo; guárdalo como hasta ahora. Yo no puedo anidar ni vivir en palacio, pero permíteme que venga cuando se me ocurra; entonces me posaré junto a la ventana y te cantaré para que estés contento y reflexiones. Te cantaré de los felices y también de los que sufren; y del mal y del bien que se hace a tu alrededor sin tú saberlo. Prefiero tu corazón a tu corona... Pero debes prometerme una cosa.
Emperador: ¡Lo que quieras!
Ruiseñor: Una cosa te pido: que no digas a nadie que tienes un pajarito que te cuenta todas las cosas. ¡Saldrás ganando!


El audio y el vídeo de este relato lo tienes aquí.
Todos los relatos de esta categoría reunidos, aquí.




sábado, 14 de junio de 2014

La reina de las nieves.

Eric Kincaid
La Reina de las Nieves 

(Hans Christian Andersen. Adaptado) 

PRIMER EPISODIO Trata del espejo y del trozo de espejo.

Narrador: Un duende perverso construyó un espejo dotado de una curiosa propiedad: todo lo bueno y lo bello que en él se reflejaba se encogía, mientras que lo inútil y feo destacaba. Un día subió al cielo con él. El espejo se soltó de sus manos y cayó a la Tierra, donde quedó roto en millones de fragmentos. Cada fragmento conservaba la misma virtud del espejo entero. A algunas personas, uno de aquellos pedacitos llegó a metérseles en el corazón y éste se les volvió como un trozo de hielo. 

SEGUNDO EPISODIO: Un niño y una niña.

Narrador: Había una vez en la gran ciudad dos niños pobres, Kay y Gerda, que estaban siempre juntos. No eran hermanos, pero se querían como si lo fueran. Durante el buen tiempo cultivan las plantas de un pequeño jardín. Pero en invierno la abuela de Kay los reunía alrededor de la estufa para contarles historias mientras nevaba copiosamente en la calle. 
Abuela: ¡Mirad, ya está aquí el duro y frío invierno con su enjambre de abejas blancas !
Kay: ¿Tienen también una reina?
Abuela: ¡Claro que sí! Vuela en el centro del enjambre y nunca se posa en el suelo, sino que se vuelve volando a la negra nube. Algunas noches de invierno vuela por las calles de la ciudad y mira al interior de las ventanas.
Kay: ¡Sí, ya lo he visto!
Gerda: ¿Y podría entrar aquí la Reina de las Nieves?
Kay: Déjala que entre. La pondré sobre la estufa y se derretirá.
Abuela: ¡Ay, mi joven Kay qué cosas se te ocurren...!
Narrador: Un día los dos niños miraban un libro de estampas cuando Kay dijo: Kay: ¡Ay, qué pinchazo en el corazón! ¡Y algo me ha entrado en el ojo! Narrador: Era uno de aquellos granitos de cristal desprendidos del espejo, el espejo embrujado. Aquel horrible cristal que volvía pequeño y feo todo lo grande y bueno que en él se reflejaba, mientras hacía resaltar todo lo malo y ponía de relieve todos los defectos de las cosas. ¡Qué poco tardaría el corazón en volvérsele como un témpano de hielo!
Kay: ¿Por qué lloras? ¡Qué fea te pones! No ha sido nada. ¡Aquella rosa está agusanada! Y mira cómo está tumbada. No valen nada.¿Qué quieres que salga de este cajón!
Gerda: ¡Kay, qué te ocurre! ¿Por qué te comportas así?
Narrador: Un día Kay ató su trineo a un gran trineo pintado de blanco, ocupado por un personaje envuelto en una piel blanca y tocado con un gorro. El trineo se puso en marcha a gran velocidad y Kay no pudo soltarse de él. Cuando se detuvo pudo ver que quien lo guiaba era la reina de las Nieves.
Kay: ¡Qué frío tengo!
Reina de las Nieves: Hemos corrido mucho, Kay. Métete en mi piel de oso. Solo te daré un beso. No te volveré a besar, pues de lo contrario te mataría. Olvidarás tu hogar, olvidarás a Gerda y vivirás por siempre en mi hermoso palacio de hielo. 

 TERCER EPISODIO: El jardín de la hechicera.

Narrador: Llegó la primavera y Gerda salió en busca del Kay. Llegó al río que pasaba por las afueras de la ciudad pues pensaba que él se lo había llevado. Gerda: ¿Es cierto que me robaste a mi compañero de juego? Te daré mis zapatos nuevos si me lo devuelves. Llévame en esta barca a donde él esté. ¡Kay, Kay, Kay....!
Vieja: ¡Pobre pequeña! ¿Cómo viniste a parar a este río caudaloso y rápido que te ha arrastrado tan lejos? Ven y cuéntame quién eres y cómo has venido a parar aquí. ¡Pobre niña, pobre niña! ¡Siempre he suspirado por tener una niña bonita como tú. ¡Ya verás qué bien lo pasaremos las dos juntas!
Narrador: Y pacientemente peinó los cabellos de Gerda, mientras ésta iba olvidándose de su amiguito Kay, pues la vieja poseía el arte de hechicería, aunque no fuera una bruja perversa. Un día Gerda contempló una rosa pintada y le hizo recordar el motivo que la había llevado hasta allí.
Gerda: Tengo que encontrar a Kay. ¡Dios mío, cómo me he retrasado! ¡Estamos ya en otoño; tengo que darme prisa! Narrador: Y se puso en pie para reemprender su camino. Pobres piececitos suyos, ¡qué heridos y cansados! A su alrededor todo parecía frío y desierto. ¡Ay, qué gris y difícil parecía todo en el vasto mundo! 

CUARTO EPISODIO: El príncipe y la princesa.

Narrador: En el camino Gerda se encontró con una corneja a la que le contó su historia. Ella le habló de un príncipe inteligente que hacía poco tiempo había llegado desde un lugar lejano y que era tal su buen entendimiento que había conquistado el corazón de la princesa. 
Gerda: ¡Quizás sea Kay!
Narrador: La corneja la llevó al palacio, pero el príncipe no era Kay. Éste al conocer su historia, emocionado, quiso ayudarla, pues el empeño de aquella muchacha por encontrar a su amigo del alma le enterneció el corazón. Entonces, el príncipe le ofreció una carroza para que pudiera seguir su búsqueda.

QUINTO EPISODIO: La pequeña bandolera.

Narrador: Avanzaban a través del bosque tenebroso cuando fueron atacados por los bandidos.
Vieja bandidos: ¡Es de oro, es de oro! ¡A por ellos!
Narrador: Y, arremetiendo con furia, detuvieron los caballos, dieron muerte a los postillones, al cochero y a los criados y mandaron apearse a Gerda.
Vieja bandidos: Está lozana y apetitosa; la alimentaron con nueces, seguro. Será sabrosa como un corderillo bien cebado. ¡Se me hace la boca agua! ¡Ay! ¡Qué haces, maldita rapaza! ¡A mordiscos tratas a tu madre!
Hija bandidos: ¡Jugará conmigo! Me dará su manguito y su lindo vestido, y dormirá en mi cama.
Narrador: Aquella muchacha, aunque salvaje y endiablada, la salvó de una muerte segura. Aquella noche, cuando Gerda le contaba su historia a la ladronzuela, una de las palomas torcaces que estaba en la habitación les dijo: Paloma: Hemos visto a Kay. Iba sentado en la carroza de la Reina de las Nieves, que volaba por encima del bosque cuando nosotras estábamos en el nido. Sopló sobre nosotras y murieron todas menos nosotras dos.
Gerda: ¿Adónde iba la Reina de la Nieves? ¿Sabéis algo?
Paloma: Al parecer se dirigía a Laponia, donde hay siempre nieve y hielo. Pregunta al reno atado ahí.
Hija bandidos: Él te llevará Gerda. Allí nació y me crió. Haré eso por ti. ¡A galope, reno pero mucho cuidado con la niña!
Narrador: Enseguida el reno emprendió la carrera a campo traviesa, por el inmenso bosque, por pantanos y estepas, a toda velocidad. Aullaban los lobos y graznaban los cuervos. 

SEXTO EPISODIO: La lapona y la finesa.

Narrador: Al fin llegaron a Laponia. Fueron a ver a una anciana mujer que les dijo:
Anciana: En efecto, es verdad: Kay está aún junto a la Reina de las Nieves, a pleno gusto y satisfacción, persuadido de que es el mejor lugar del mundo. Pero ello se debe a que le entró en el corazón una astilla de cristal, y en el ojo, un granito de hielo. Hay que empezar por extraérselos; de lo contrario, jamás volverá a ser como una persona, y la Reina de las Nieves conservará su poder sobre él.
Narrador: Entonces, el reno le dijo a la anciana si no podría darle algún poder a Gerda para defenderse de la Reina de las Nieves.
Anciana: No puedo darle más poder que el que ya posee. ¿No ves lo grande que es? ¿No ves cómo la sirven hombres y animales, y lo lejos que ha llegado? Su fuerza no puede recibirla de nosotros; está en su corazón, por ser cariñosa e inocente. Si ella no es capaz de llegar hasta la Reina de las Nieves y extraer el cristal del corazón de Kay, nosotros nada podemos hacer. A dos millas de aquí empieza el jardín de la Reina; tú puedes llevarla hasta allí. 

SÉPTIMO EPISODIO: Del palacio de la Reina de las Nieves y de lo que luego sucedió. 

Narrador: Gerda entró en aquel castillo cuyos muros eran de nieve compacta, y sus puertas y ventanas estaban hechas de cortantes vientos. Kay estaba amoratado de frío, casi negro; y su corazón era como un témpano de hielo. Gerda: ¡Kay! ¡Mi Kay querido! ¡Al fin te encontré! 
Narrador: Pero él seguía inmóvil; entonces Gerda lloró lágrimas ardientes, que cayeron sobre su pecho y penetraron en su corazón, derritiendo el témpano de hielo y destruyendo el trocito de espejo. Entonces Kay prorrumpió en lágrimas; lloraba de tal modo, que el granito de espejo le salió flotando del ojo. Reconoció a la niña y gritó alborozado:
Kay:¡Gerda, mi querida Gerda! ¿Dónde estuviste todo este tiempo? ¿Y dónde he estado yo? ¡Qué frío hace aquí! ¡Qué grande es esto y qué desierto!
Narrador: Cogidos de la mano, los niños salieron del enorme palacio, vieron al reno que los aguardaba y emprendieron el camino de regreso a sus casas.

 El audio y vídeo de este relato, aquí.

martes, 20 de mayo de 2014

Las aves del paraíso.




Narrador: Mamá le regaló a papá una planta con un par de flores muy hermosas.
Mamá: Se llaman aves del paraíso, porque como veis, sus flores parecen un ave con su pico y con unas plumas que coronan su cabeza.
Narrador: Yo me quedé asombrado, porque realmente las flores eran igualitas a dos pájaros con el cuello muy largo. Me parecía que en cualquier momento, echarían a volar, con esas hojas verdes que eran como alas. Papá leyó que la planta debía estar en un lugar soleado y la colocó junto a la ventana. A mí me gustaba mirar aquellas aves tan preciosas todos los días.
Flor 1: ¡Eh, tú! ¿Qué miras?
Narrador: Me pareció que era una flor la que había hablado.
Flor 2: No seas maleducado, ¿no ves que el niño está admirando mi belleza?
Narrador: Yo asentí con la cabeza, boquiabierto.
Flor 1: Perdona, pero está admirándome a mí.
Narrador: “Sois muy bellas las dos”, les dije, porque era verdad, y porque no quería que se enfadaran.
Flor 2: Eso es ser diplomático, muchacho. ¡No como tú, maleducado, que pareces un gamusino!
Flor 1: ¿Gamusino yo?
Narrador: Las dos sois prácticamente idénticas.
Flor 1: ¿Idéntica a ésta?
Flor 2: ¿Y yo, como este gamusino?
Narrador: Entonces la primera, ayudada por el viento, picoteó en la cabeza a su compañera. Pero ésta se volvió la otra, dispuesta a atacar. ¡Las separé, no paraban de pelear…!
Sois aves del paraíso y deberíais hacer honor a vuestro nombre, con un poco más de elegancia y buen estar”.
Flor 1: En realidad somos un ave del paraíso con dos cabezas, muchacho. Compartimos las mismas hojas y no podemos separarnos.
Flor 2: ¡Sí, sieeeeempre juntas!
Flor 1: Como somos aves, podríamos ser tus mascotas.
Flor 2: Las mascotas deben tener un nombre, ¿no?
Narrador: Tenían razón, debía buscar un buen nombre para ellas. Pensé un poco… “Como sois Aves del Paraíso, os llamaré Adán y Eva”.
Flor 2:Yo quiero ser Eva.
Flor 1: No, Eva seré yo…
Narrador: “¡Basta, lo echaremos a suertes! Tú serás Adán y tú Eva.” Al día siguiente, Eva se quejó de que hacía mucho calor. Iba a alejarlas un poco de la ventana, cuando Adán protestó:
Flor 1: Pero a mí me encanta tomar el sol… ¡Se está tan calentito!
Narrador: Decidí echar la cortina y las dos parecieron estar a gusto así. Después, Adán dijo que tenía sed. La tierra estaba bastante seca, así que traje la regadera. Cuando les eché agua fue Eva la que protestó:
Flor 2: ¡Basta, basta, el agua está muy fría!
Narrador: “¡Necesitáis agua y sol para vivir! Así que seguiréis aquí junto a la ventana y os regaré todos los días.” No era fácil cuidar una planta tan complicada, con dos cabezas parlantes. Por fin oí a Eva decir muy bajito:
Flor 2: La verdad es que este agua está muy rica y fresquita sienta muy bien.
Narrador: ¡Buf! da gusto cuando las dos estáis de acuerdo. ¿No habéis pensado que para vivir juntas tenéis que tratar de llegar a acuerdos?
Flor 1: ¡Brrr!
Flor 2: ¡Pfff!
Narrador: Y las cabezas de Adán y Eva se dieron la espalda, mirando una al este y la otra al oeste. Pero a pesar de todo el trabajo que me daban aquellas flores y de sus eternas discusiones, era maravilloso verlas con esos colores tan preciosos. Seguía mirándolas embobado.
Flor 1: ¿Por qué nos miras así?
Narrador: “Creo que un día saldréis volando por esa ventana. Solo tenéis que mover las hojas, y volaréis.”
Flor 2: ¿Tú crees?
Narrador: “Sí. ¿No os gustaría volver al Paraíso?”
Flor 2: ¿Y qué es eso del Paraíso?
Narrador: “Era el jardín más hermoso del mundo. Donde vivían todos los animales y las plantas en paz y armonía. De allí vinieron Adán y Eva. De allí salió esta planta con vuestras dos cabezas.”
Flor 1: Pero tenemos que aletear muy fuerte, para despegar de esta maceta y volar.
Flor 2: ¿Y como encontraremos el camino al Paraíso?
Narrador: “Si aleteáis juntas y sin discutir, lo encontraréis.”
Flor 1 y 2: ¿Y si lo intentamos?
Narrador: Ellas empezaron a mover las hojas. Parecían alas de verdad. Deseaban ser libres, escapar de esa maceta. Yo abrí la ventana. Aquel pájaro con dos cabezas salió volando por la ventana.
Y volaron, volaron muy lejos, hasta perderse detrás de las nubes. Por una vez, se pusieron de acuerdo en el camino a seguir. Porque Adán y Eva querían volver al Paraíso. A veces miro a lo alto de un árbol y las veo allí. Siguen discutiendo. Pero cuando vuelan, lo hacen juntas y en armonía. Entonces, alcanzan el paraíso. A mamá y a papá también les gusta verlas volar.

Todos los relatos de esta categoría, reunidos aquí.
El audio de este cuento lo tienes aquí.


miércoles, 2 de abril de 2014

Bien puede ser.

BIEN PUEDE SER.
(Juan de Ariza. Adaptado)

Narrador: Había una vez un rey que tenía una hija, única heredera de su reino. Era hermosa, pero en cambio tenía un defecto, que era el tormento de su padre; pues desde muy niña la princesa sólo pronunciaba esta frase: bien puede ser. Estas palabras probaban que la hermosa princesa no era muda de nacimiento; pero ni los ruegos del padre, ni la astucia de los cortesanos, habían conseguido arrancarla un sólo monosílabo más. El rey resolvió casarla imponiendo a sus pretendientes una singular condición: entregaría su mano al príncipe que la hiciera hablar alguna otra cosa. Todos los príncipes vecinos acudieron a la invitación, pero fracasaron en el intento pues ella se limitaba a decir a sus ocurrencias: bien puede ser. El buen rey se desesperaba y, queriendo hacer el último esfuerzo, convocó a los simples caballeros del reino, bajo las mismas condiciones.
Un día, un caballero, emprendió el camino de la corte para intentar ser él quien hiciera pronunciar otras palabras a la princesa. Cuando tuvo hambre buscó una venta para satisfacer su apetito y en ella encontró a un muchacho que estaba guisando un puchero.
Caballero: Buenas tardes.
Muchacho: Bienvenido.
Caballero: ¿Qué haces aquí?
Muchacho: Me como al que viene y quedo esperando al que se va.
Caballero: ¿También me comerás?
Muchacho: A dónde va usted?
Caballero: A casarme con la princesa del bien puede ser.
Muchacho: Es usted muy tonto para eso.
Caballero: ¿Por qué?
Muchacho: Porque no ha entendido usted lo que he querido decir con «Me como al que viene y quedo esperando al que se va.»
Caballero: ¿Quieres explicármelo?
Muchacho: Al momento. Yo estoy guisando este puchero: al hervor suben los garbanzos; al que logro coger me lo como, y al que se me escapa espero que vuelva a subir para comérmelo también.
Caballero: Eres agudo. ¿Tienes padre?
Muchacho: Sí señor.
Caballero: ¿En dónde está tu padre?
Muchacho: En el pesadero.
Caballero: No te comprendo.
Muchacho: Pues no será usted quien se case con la princesa.
Caballero: ¿Quieres explicarte ?
Muchacho: Allá voy. Mi padre ha ido a ver una sementera: si está buena le pesará haber sembrado poco, y si mala, haber sembrado tanto.
Caballero: ¿Y madre, tienes?
Muchacho: Sí señor.
Caballero: ¿En dónde está tu madre?
Muchacho: Amasando el pan que nos comimos la semana pasada.
Caballero: Eso es imposible.
Muchacho: No se casará usted con la princesa. La semana pasada comimos pan fiado y mi madre está amasando hoy para pagarlo.
Caballero: Tienes razón. ¿Hay en tu casa más familia?
Muchacho: Una hermana, que está llorando los gozos del año pasado.
Caballero: No te comprendo.
Muchacho: Mi hermana se casó hace un año, muy alegre y con muchas fiestas; ahora está pariendo.
Caballero: Tienes muchísima razón.
Muchacho: Pero usted es demasiado tonto para casarse con la princesa.
Caballero: Voy a proponerte un trato.
Muchacho: Sepamos.
Caballero: En acabando nuestra comida, seguiremos el camino de la corte, y tú me ayudarás a casarme con la princesa, y cuando yo llegue a ser rey tú serás mi primer ministro.
Muchacho: Concedido.
Narrador: Se comieron todos los garbanzos en amor y compañía, cabalgaron después, y, a buen paso, se fueron acercando a la corte.
Apenas entrados en ella, el caballero y el muchacho pasaron al cuarto de la princesa. Entonces se adelantó el muchacho y comenzó de esta manera, con teatral ademán y acento:
Muchacho: Señora, yo soy hijo único del labrador más rico de esta comarca.
Princesa: Bien puede ser.
Muchacho: Sus sembrados no tienen límites, y son tan numerosos sus rebaños, que para recoger la leche ha tenido que construir un estanque de cinco mil varas cuadradas.
Princesa: Bien puede ser.
Muchacho: Encontrándose lleno de leche, paseaba yo un día sobre su muro comiendo piñones; como paseaba distraído, se me cayó un piñón en el estanque, y al momento se formó un pino tan corpulento, que su copa estaba oculta entre las nubes.
Princesa: Bien puede ser.
Muchacho: Me gusta mucho coger nidos, y calculé que un árbol tan alto debería tenerlos a millares. Empecé a trepar pino arriba, y después de un largo viaje llegué a su copa, que precisamente tocaba a la misma puerta del cielo.
Princesa: Bien puede ser.
Muchacho: Encontrándome a tal altura, quise ver lo que allí pasaba, y me entré sin pedir permiso. A la derecha estaba san Pedro, ocupado en coser zapatos; y san Juan estaba a la izquierda con un puesto de hermosos melones. Quise ver si eran de buena casta, y compré el más pequeño de ellos. Llevaba yo un cuchillo de monte, y empecé a partir el melón; pero de improviso el cuchillo desapareció por la hendidura. No quise dejarlo perdido, y me entré tras él, con la misma facilidad que si lo hiciera en este cuarto.
Dentro ya del melón, empecé a andar, por ver si encontraba mi cuchillo; pero se pasaban las horas sin que pudiera conseguirlo. De repente, descubrí un hombre que venía hacia mí: «¿Adónde vas por aquí, amigo?» «Voy en busca de un cuchillo de monte», le respondí. «Pues ando yo buscando mi arado desde hace tres días y no he conseguido encontrarlo.» Esta respuesta me desanimó y volví pies atrás para salir por la hendidura que me había servido de puerta. Vi con asombro que el pino había desaparecido del todo. Yo no podía quedarme allí sin dar un susto a mi familia, y decidí bajar. Para lograrlo compré a San Pedro un ovillo de guita, y atando un extremo al banquillo en que estaba el santo trabajando, empecé a deslizarme por ella, con la mayor facilidad. Me faltó algo de guita para llegar al suelo y el santo, en vez de prestarme otro ovillo para llegar al suelo, cortó la que había yo dejado atada a su banco. Me fui acercando a la tierra, chocó mi cráneo con una roca, se rompió en veinte mil pedazos, y en ella quedaron mis sesos hasta que un perro los lamió.
Princesa: ¡Embustes enormes he oído, pero juro que éste me encanta!
Muchacho: Y porque os encanta, señora, seréis esposa de mi amo.
Princesa: ¿De vuestro amo? Ni en sueños, caballero. Vuestra seré por haberme hecho hablar y reír con embustes sin fin.
Narrador: A los ocho días se celebró el matrimonio con gran pompa; el rey viejo murió a los pocos años; el muchacho llegó a ser rey; y el caballero que pretendía casarse con la princesa logró ser nombrado ministro, aunque no fuera eso lo que habían pactado antes...


El audio de este relato lo puedes oír, aquí.
Textos y audios de esta categoría, aquí.