Julia Rodríguez Morales. |
Hércules
3ª Parte: El regreso a Tebas.
(Adaptado de Christian
Grenier. Los doce trabajos de Hércules. Editorial Anaya)
Filos:
¡Majestad, se acerca un ejército encabezado por Ergino! ¡Vienen
dispuestos a combatir, y nosotros todavía no estamos preparados.
Narrador:
Efectivamente, humillado por la afrenta que había hecho a sus
embajadores, el rey de la ciudad de Orcómeno venía a declarar la
guerra a Tebas. Anfitrión, el rey de Tebas, a fin de ganar tiempo,
quería negociar, pero Hércules intervino:
Hércules:
¡Padre, déjame que me ponga al frente de los más valientes
soldados de tu ejército y verás de lo que soy capaz!
Anfitrión:
¡Tómalos y vete a luchar, Hércules! ¡Pero no hagas mal uso de tu
fuerza! Creonte, mi más prudente ministro, quedas al cargo de la
ciudad. Si me sucediera alguna desgracia, tú serás el nuevo rey de
Tebas. ¡Así lo dispongo! ¡Si Ergino quiere la guerra, la tendrá!
Narrador:
Se inició la desigual batalla en la que Ergino dio orden a sus
arqueros de que apuntaran al rey de Tebas, que atravesado por varias
flechas, yacía en medio de charco de sangre.
Anfitrión:
¡Socorro, Hércules!
Hércules:
¡Ay, padre, no me abandones!
Filos:
¡Tu padre ha muerto, Hércules! Ahora no te queda más remedio que
acabar lo que has emprendido.
Narrador:
Hércules comprendió que no sólo era necesario utilizar la fuerza
para ganar aquella guerra. Era preciso también demostrar prudencia e
inteligencia, como le había recomendado Minerva. Se alejó de su
ejército y trepó hasta la cumbre del Citerón con el fin de desviar
el curso del río hacia el valle donde se celebraba la batalla. Esta
tarea le llevó varios días. Cuando todo estaba preparado, ordenó a
su ejército que se retirara y derribó con una enorme rama de oliva
el muro de tierra que daría salida al agua hacia el valle. Los
soldados de Ergino no tuvieron tiempo para darse cuenta de lo que
sucedía: ¡el río los arrastró y todos perecieron ahogados!
Mientras, el rey de Orcómeno, vociferaba desde una loma:
Ergino:
¡Me vengaré! ¡Juro que me vengaré! ¡La ciudad de Tebas será
arrasada!
Narrador:
Hércules tomó una flecha y apuntando con cuidado, soltó la cuerda.
La flecha atravesó silbando todo el valle... ¡y fue a clavarse en
el cuello de Ergino! Hércules, ante los supervivientes del ejército
enemigo, pronunció estas palabras:
Hércules:
Os perdono la vida. Pero, de hoy en adelante, la ciudad de Orcómeno
pagará un tributo anual a Tebas de doscientos bueyes.
Narrador:
El nuevo rey de Tebas, Creonte, hombre bueno y prudente, lo acogió
como un libertado:
Creonte:
El palacio está a tu disposición, Hércules. Esta es tu casa. Si
quieres algo, trataré de satisfacer tus deseos.
Narrador:
Creonte tenía una hija, Mégara, a la que las hazañas de Hércules
no le eran indiferentes. Su dulzura y paciencia dejaron huella en el
corazón del joven. Una mañana fue a ver a Creonte y le dijo con
toda franqueza:
Hércules:
Creonte, estoy enamorado de tu hija Mégara. Sé que ella también me
quiere. Vengo a pedirte su mano.
Creonte:
¡Hércules, nada podría agradarme más! ¡Casaos y sed felices!
¡Después de todas las pruebas que has padecido, espero que puedas
conocer la felicidad!
Narrador:
Hércules se casó con Mégara y tuvieron tres hijos. Durante varios
años reinó la felicidad, pero Juno, en el monte Olimpo, rumiaba su
venganza y esperaba su momento para intervenir una vez más:
Juno:
¡Es preciso que Hércules se vuelva loco! Erinias, divinidades
infernales, que Hércules pierda la cordura para que se haga
justicia!
Narrador:
Poco después, cuando Mégara y sus hijos se disponían a ofrecer un
sacrificio a los dioses ante el altar de piedra de su hogar, Hércules
apareció poseído por la locura. Se abalanzó sobre ellos y
levantando la pesada piedra del altar la arrojó sobre toda su
familia. Alcmena, la madre de Hércules, acudió precipitadamente
ante los gritos. Todo fue inútil: su mujer y sus tres hijos
perecieron en el acto. Pero desde el Olimpo, Minerva, diosa de la
sabiduría, acudió en ayuda de Alcmena:
Minerva:
¡Duérmete Hércules! ¡Te ordeno que te sumas en el sueño!
Narrador:
Cuando Hércules despertó, contempló horrorizado cómo en un ataque
de locura inexplicable acababa de matar a los seres que más quería
en el mundo.
Hércules:
¡Quiero morirme! ¿Para qué voy a vivir si los dioses han querido
que sea el asesino de mi propia familia? ¡Madre, si la muerte no me
quiere, dime tú con qué castigo puedo expiar mis crímenes!
Alcmena:
Lo que los dioses hayan decidido, sólo los dioses podrán
revelártelo, Hércules.
Hércules:
¡Voy a consultar a los dioses! Así, sabré la verdad y conoceré la
causa de mis desgracias y el destino que me han trazado.
Narrador:
Hércules puso rumba a Delfos para consultar el oráculo del dios
Apolo, hijo de Júpiter. Allí esperaba que la Pitia, la mujer que
hablaba por boca del dios, respondiera a su pregunta: ¿cómo podía
expiar sus culpas? En realidad, era el mismo Júpiter en persona
quien respondía a la pregunta que le formulara un mortal. Sus
palabras se las transmitía a su hijo Apolo quien, a su vez, se las
repetía a la Pitia por cuya boca habla el dios. Allí estaba ella,
sentada en un taburete de tres patas situado en una grieta por donde
salía una humareda del interior de la tierra. Hércules no tuvo
tiempo de formular la pregunta, en cuanto llegó ante la mujer ella
habló con voz clara y potente:
Pitia:
Eres Hércules, un semidiós, un héroe, el hijo que me dio Alcmena.
Si has cometido tantos crímenes, es porque Juno, por celos, hizo que
te volvieras loco. Con ello, pretendía recordarme una promesa y el
acuerdo que habíamos concluido.
Hércules:
¿Una promesa? ¿Un acuerdo?
Pitia:
Ve a Tirinto, Hércules. Allí encontrarás a tu primo Euristeo, rey
de Micenas. Ponte a su servicio durante ocho años y obedécele sin
rechistar. Tienes que cumplir las tareas que te encomiende. Te
impondrá doce trabajos, y ese será el único medio de lavar tus
crímenes y de acatar la voluntad de los dioses.
Narrador:
Ahora, Hércules ya conocía la verdad. ¡Era hijo de Júpiter y
objeto de rivalidad entre las dos divinidades mayores del Olimpo!
Aquella misma tarde emprendió viaje hacia Tirinto. Había llegado el
momento de demostrar que era un héroe, pero esa, esa es otra
historia...
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