Los
higos.
(Adaptación
cuento tradicional hebreo)
El emperador
volvía a caballo de recorrer sus tierras cuando vio al margen del
camino a un anciano que estaba plantando un árbol. Lleno de
curiosidad, el emperador se apeó del caballo y le dijo al anciano:
Emperador:
¿Por qué te molestas en plantar un árbol con la edad que
tienes?¿No ves que,cuando empiece a dar frutos, lo más seguro es
que ya estés muerto?¡Deja la tarea de plantar árboles para tus
hijos y tus nietos!
Anciano:Majestad,
planto árboles igual que lo hicieron mis padres y mis abuelos.
Cuando yo nací, había ya muchos árboles en el mundo, porque los
habían plantado nuestros antepasados. Así que ahora me toca a mí
plantar los árboles del futuro para que los disfruten mis hijos y
mis nietos. Seguro que este árbol que veis aquí, de ramas tan
desnudas y esmirriadas, será algún día una buena higuera.
Emperador:
¡Me encantan los higos! Si todavía estás vivo cuando tu higuera
empiece a darlos, tráeme unos cuantos a palacio, porque me gustará
mucho probarlos. Ojalá que Dios te dé muchos años de vida para que
puedas seguir plantando árboles y comiendo sus frutos.
Tras decir
esto, el emperador subió de nuevo al caballo y siguió su camino.
Tiempo
después, la higuera empezó a echar hojas, y a los tres años dio
sus primeros frutos. Entonces, el anciano tomó su mejor cesta, la
limpió hasta sacarle brillo y la llenó con sus higos más lozanos.
Luego, le pidió a un vecino suyo un paño para taparlos y, tras
colgarse la cesta del brazo, salió camino de palacio.
Cuando llegó,
los guardias del emperador le cerraron el paso. Tomaron al viejo por
un mendigo, incluso por un loco.
Anciano:
Fue el emperador quien me pidió los higos.
Los
guardias no se lo creyeron. Con todo, fueron a consultar con el
emperador, quien, tras hacer memoria, dijo:
Emperador:
Sí, creo recordar que, hace tres o cuatro años, vi a un anciano en
el campo plantando una higuera y me paré a hablar con él. Dejadle
entrar.
Cuando el
anciano estuvo ante el emperador, le entregó los higos. El emperador
los olió y quedó encantado con su fragancia. Luego, tomó uno y se
lo comió con gran placer.
Emperador:
¡Hum! Si todos lo higos de tu higuera son tan dulces como éste, no
hay duda de que hiciste muy bien al plantarla. Espero que tengas una
larga vida. Y, para que veas cuánto me gustan tus higos, voy a
corresponderte con un regalo. Tesorero, llena la cesta de este
anciano de monedas de oro.
El anciano
hizo el camino de vuelta con una sonrisa en los labios. Ya estaba a
la puerta de su casa cuando se cruzó con su vecino, el que le había
prestado el paño para cubrir los higos. Lleno de curiosidad, el
vecino le preguntó:
Vecino:
¿De dónde vienes? Veo que te has vestido con tus mejores ropas, así
que no hay duda de que has ido ha visitar a una persona importante.
Ven a tomar el té y nos lo cuentas todo.
El anciano
aceptó la invitación y entró en casa de su vecino. Dejó la cesta
sobre la mesa y levantó el paño con el que había tapado los higos.
Anciano:
Aquí tenéis vuestro paño. Mil gracias por habérmelo dejado.
El vecino y
su mujer se quedaron embobados mirando las monedas de oro que había
dentro de la cesta. El anciano les contó que el emperador se las
había regalado para agradecerle unos higos.
Cuando el
anciano se volvió a su casa, la mujer del vecino se plantó delante
de su esposo y le dijo:
Mujer:
¡Mira que eres tonto ! ¡Tantos años pensando en un modo de hacerte
rico y no se te había ocurrido el más simple de todos! ¡Ahora
mismo vas a llenar una cesta de higos y se las vas a llevar al
emperador! Le dices que se los coma y luego le pides que te llene la
cesta de monedas de oro. Venga, ¿a qué esperas? Ve preparándote,
que yo voy a buscar la cesta.
Cuando llegó
al palacio, les pidió a los guardias que le dejasen entrar, pero
ellos se negaron.
Vecino:
¿Cómo que no me dejáis pasar?
Justo
entonces, el emperador paso por allí y oyó la discusión.
Emperador:
¿Por qué querrías verme?
Vecino:
Majestad, mi vecino os trajo una cesta de higos y le pagásteis con
una buena cantidad de monedas de oro. Yo también os traigo unos
higos excelentes. ¿Verdad que me merezco una recompensa ?
Emperador:
¡Ah, cuando tu vecino me dio los higos, me los regaló de todo
corazón, y sin esperar nada a cambio ! Pero no te preocupes, que
también a ti daré lo que te mereces.
Entonces, el
emperador ordenó a sus guardias que ataran a aquel hombre a la
puerta del palacio y que dejaran la cesta llena de higos en el suelo.
Y luego añadió:
Emperador:
¡Ordeno que el que pase por aquí tome un higo y se lo lance a la
cara a este mentecato !
Y así se
hizo. Todo el que pasó por delante del palacio sacó un higo de la
cesta y lo estampó con las narices del hombre atado. Cuando los
higos se acabaron, el emperador mandó soltar al hombre y le permitió
que volviera a casa.
Su esposa lo
esperaba en la puerta, impaciente por ver la monedas de oro. Cuando
vió la cesta vacía, exclamó muy decepcionada:
Mujer:
Pero, ¿qué es lo que ha pasado? ¿Dónde están las monedas de oro?
Vecino:
¡Ay, esposa querida, no sabes lo estúpidas que llegan a ser tus
ideas! ¿Conque me iban a dar oro a cambio de unos pocos higos, eh?
¡Pues entérate de que me los han tirado todos a la cara! ¿Y aún
tengo que estar agradecido... ?
Vecino:
¿Agradecido? ¿Por qué?
Mujer:
Porque nuestro vecino tuvo la buena idea de plantar una higuera.
¡Imagínate qué habría sido de mí si se le hubiera ocurrido
plantar un limonero!
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