La mitad de la manta.
Hubo una vez un rico mercader que tenia un hijo. A medida que el padre se hacía mayor, el niño fue creciendo. Cuando el hijo llegó a la adolescencia, empezó a trabajar con su padre, y se convirtió también él en hábil mercader. Entonces se casó y tuvo un hijo que lo colmó de felicidad.
Pensaron algunos años, y un día, el viejo mercader sintió que empezaban a faltarle las fuerzas para seguir trabajando y le anunció a su hijo.
Padre: Creo que ha llegado la hora de retirarme. Todo el mundo me considera un mercader honrado, y confío en que sabrás mantener el buen nombre de nuestra familia. He decidido darte todo lo que poseo ahora que aún estoy vivo. Gozarás de mis bienes, y de este modo, yo podré disfrutar también de tu éxito en los negocios. Estoy seguro de que me darás todo lo que necesite.
Hijo: ¡Por supuesto que sí, padre! No sabes cuánto agradezco lo mucho que confías en mí!
Al principio, el hijo honraba a su padre, y le contaba cada paso que daba en su negocio. Muchas veces le pedía consejo, y el padre lo ayudaba encantado. Con el tiempo, sin embargo, el hijo dejó de darle explicaciones al padre y de buscar su consejo. Incluso le aburría oírlo, así que, cuando el anciano le hablaba, el hijo no le hacía el menor caso.
Un día, el hijo interrumpió a su padre cuando estaba hablando y le dijo de muy malos modos:
Hijo:¡Deja de decir tonterías! ¡Sé muy bien cómo dirigir mis negocios, y no necesito tus consejos! ¡Me he cansado de oír tus bobadas, y no tengo ganas de aguantarte más, así que tendrás que marcharte!
Padre: ¿Marcharme? ¿Y dónde voy a ir? Soy demasiado viejo para dejar mi casa.
Hijo:Eso no es asunto mío. Y recuerda que esta casa ya no es tuya. Tendrás que irte al amanecer, o de lo contrario haré que te echen.
El anciano, pues, no tuvo más remedio que marcharse de casa. Desde aquel día, se dedicó a pedir limosna por la calle.
Una mañana en que hacía muchísimo frío, el anciano se acercó a la casa que en otro tiempo había sido suya, y vio a su pequeño nieto jugando en el patio. Había nevado mucho, y el anciano estaba helado. El niño, en cambio, se lo estaba pasando en grande con la nieve. En cierto momento, miró hacia la calle y vio a un anciano que no le quitaba la vista de encima. El niño se preguntó quién sería aquel hombre y por qué rondaba su casa.
Padre: Soy tu abuelo.
El niño se quedó muy asombrado. ¿Sería verdad lo que estaba diciendo aquel mendigo?
Nieto: ¿Quieres algo?
Padre: Te agradecería mucho que le pidieras a tu padre una manta para abrigarme. Ha nevado mucho, y estoy muerto de frío.
El niño corrió al interior de la casa y le dijo a su padre.
Nieto: Papá, en la puerta hay un viejo que dice que es mi abuelo.¡Seguro que se ha equivocado! El pobre tiene tanto frío que me ha pedido una manta. ¿Dónde puedo encontrar una?
El padre se quedó pensativo un momento, y respondió:
Hijo: Hay una manta vieja en el desván, dentro de un baúl. Dásela a tu abuelo si quieres.
El niño subió al desván a todo correr, y se pasó allí tanto rato que el padre empezó a extrañarse. Temiendo que le hubiera pasado algo malo, fue a buscarlo. Al llegar al desván, vio que el niño estaba cortando la manta con ayuda de un cuchillo.
Hijo: ¿Qué haces, hijo?
Nieto: Estoy cortando la manta en dos para darle la mitad al abuelo.
Hijo: ¿Y qué vas hacer con la otra mitad?
Nieto: La guardaré para ti. Cuando te hagas viejo y tengas que mendigar en la calle, en medio de la nieve, te daré esta mitad de la manta para que puedas calentarte.
Al oír aquello, el padre se entremeció. Bajo la escalera corriendo y cruzó la casa en dirección al patio. Cuando salió al exterior, tenía los ojos llenos de lágrimas. Su anciano padre le estaba esperando, completamente quieto, en mitad de la nieve. Primero lo abrazó, y luego le dijo:
Hijo: Perdóname, padre, por favor. Tendría que estarte agradecido y honrarte de por vida por todas las cosas que me has dado. Te prometo que a partir de ahora todo cambiará. Entra en tu casa, por favor.
Desde aquel momento, en efecto, todo cambió. El anciano perdonó a su hijo y volvió a vivir en la casa. Aquella noche, mientras el abuelo se calentaba ante el fuego de la chimenea, su nieto se acercó para sentarse a su lado. Llevaba con él las dos mitades de la manta. El anciano agarró una y se la echó por encima al niño. Después, agarró la otra y se tapó con ella.
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1 comentario:
Hace tiempo que buscaba este relato para utilizarlo en clase. Gracias.
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