La
nieve de Chelm.
(Isaac
Bashevis Singer)
Chelm
era una aldea de tontos: tontos jóvenes y tontos viejos. Una noche
alguien espió a la luna, que se reflejaba en un barril de agua. La
gente de Chelm imaginó que había caído allí. Sellaron el barril
para que la luna no se escapara. Cuando a la mañana destaparon el
barril y comprobaron que la luna ya no estaba allí, los aldeanos
concluyeron que había sido robada. Llamaron a la policía, y, cuando
el ladrón no pudo ser hallado, los tontos de Chelm lloraron y
gimieron.
De
todos los tontos de Chelm, los más famosos eran los siete ancianos.
Como eran los tontos más rematados y más viejos, gobernaban en
Chelm. De tanto pensar, tenían las barbas blancas y las frentes muy
anchas.
Una
vez, durante toda una noche de Hannukkah, la nieve no cesó de caer.
Cubrió todo Chelm como un manto de plata. La luna brilló, las
estrellas titilaron, y la nieve relució como perlas y diamantes.
Esa
noche los siete ancianos estaban sentados y reflexionando, mientras
arrugaban sus frentes. La aldea necesitaba dinero, y no sabían cómo
obtenerlo. De repente, el más anciano de ellos, Groham el Gran
Tonto, exclamó:
–¡La
nieve es plata!
–¡Veo
perlas en la nieve! –gritó otro.
–¡Y
yo veo diamantes! –agregó un tercero.
Para
los ancianos de Chelm estaba claro que había caído un tesoro del
cielo.
Pero
pronto comenzaron a preocuparse. A la gente de Chelm le gustaba
caminar, y ciertamente terminarían por pisotear el tesoro. ¿Qué se
podía hacer? El tonto Tudras tuvo una idea.
–Enviemos
un mensajero que golpee en todas las ventanas y comunique a todos que
deben permanecer en sus casas hasta que se hayan recogido la plata,
las perlas y los diamantes.
Durante
un rato los ancianos quedaron satisfechos. Se restregaron las manos y
aprobaron la astuta idea. Pero entonces Lekisch el memo hizo notar
con aflicción:
–El
mensajero mismo pisoteará el tesoro.
Los
ancianos comprendieron que Lekisch tenía razón, y otra vez
arrugaron las frentes en un esfuerzo por solucionar el problema.
–¡Ya
lo tengo! –exclamó Shmerel el Buey.
–Dinos,
dinos –rogaron los ancianos.
–El
mensajero no debe ir a pie. Debe ser transportado sobre una mesa,
para que sus pies no toquen la preciosa nieve.
Todos
quedaron encantados con la solución de Shmerel el Buey, y los
ancianos, batiendo palmas, admiraron su sabiduría.
Los
ancianos enviaron inmediatamente a alguien a la cocina a buscar a
Gimpel, el chico de los recados, y lo pusieron sobre una mesa. Y
ahora ¿quién habría de transportar la mesa? Fue una suerte que en
la cocina estuvieran Treitle el cocinero, Berel el pelador de
patatas, Yukel el mezclador de ensaladas, y Yontel, que cuidaba a la
cabra de la comunidad. Se les ordenó a los cuatro que llevaran la
mesa en la que Gimpel se había puesto de pie. Cada uno sostuvo una
pata. Arriba estaba Gimpel con un martillo de madera, para golpear en
las ventanas de los aldeanos. Entonces salieron.
En
cada ventana Gimpel golpeaba y decía:
–Nadie
debe salir de casa esta noche. Ha caído un tesoro del cielo y está
prohibido pisarlo.
La
gente de Chelm obedeció a los ancianos y permaneció en sus casas
durante toda la noche. Entretanto los propios ancianos se sentaron,
tratando de imaginar cómo harían mejor uso del tesoro, una vez que
lo recogieran.
El
tonto Tudras propuso que lo vendieran y compraran una gansa que
pusiera huevos de oro. Así la comunidad tendría unos ingresos
fijos. Lekisch el memo tuvo otra idea. ¿Por qué no comprar anteojos
que hicieran parecer más grandes todas las cosas a los habitantes de
Chelm? Las casas, las calles y las tiendas parecerían más grandes,
y desde luego, si Chelm parecía más grande, pues entonces sería
más grande. Ya no sería una aldea, sino una gran ciudad.
Surgieron
otras ideas igualmente ingeniosas. Pero mientras los ancianos
sopesaban sus diversos planes, llegó la mañana y brilló el sol.
Miraron por la ventana y, caramba, vieron que la nieve había sido
pisoteada. Las pesadas botas de los porteadores de la mesa habían
destruido el tesoro.
Los
ancianos de Chelm se acariciaron sus blancas barbas y admitieron que
habían cometido un error. ¿Quizás, razonaron, otras cuatro
personas debían haber llevado a los cuatro hombres que llevaron la
mesa en la que estaba Gimpel, el chico de los recados?
Tras
largas deliberaciones los ancianos decidieron que, si durante el
próximo Hannukkah llegaba a caer otro tesoro del cielo, eso era
exactamente lo que habrían de hacer.
Aunque
los aldeanos se quedaron sin tesoro, estaban llenos de esperanzas
para el año siguiente y elogiaron a los ancianos, con quienes sabían
que se podía contar para encontrar una solución, por muy difícil
que fuera el problema.
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