El
boticario de la Isla de San Luís.
(Adaptado de Gudule)
Hace mucho, mucho tiempo vivía en
París un viejo boticario famoso por su talento. Sus ungüentos
hacían maravillas. Anselmo, que así se llamaba este hombre, era
altanero y sin ninguna compasión por las desdichas ajenas.
Anselmo: ¡No soy un
curandero al que se le paga con huevos u hortalizas! ¡Necesito
dinero constante y sonante!
Como se ve le intersaba más el
beneficio que podía obtener con su oficio que aliviar los males de
sus semejantes.
Anselmo: ¡La salud no tiene
precio! ¡Por eso, es privilegio de los ricos!
Al final, consiguió que todos sus
clientes perteneciesen a la mejor sociedad.
Un día entró en su botica una
muchacha vestida con harapos con la intención de conseguir un
remedio que aliviara los dolores de su abuela, aquejada de
reumatismo. Anselmo se disponía a echarla cuando se lo pensó mejor.
Aquella miserable era verdaderamente atractiva a pesar de su aspecto.
Anselmo: No quiero dinero.
Sin embargo, necesito una criada. Si trabajas para mí, curaré a tu
abuela.
Y la muchacha aceptó agradecida.
El boticario le dio ropa limpia y le
ordenó que se aseara. Cuando la muchacha se presentó de nuevo ante
él, Anselmo comprobó que no se había equivocado: la joven lo tenía
todo para agradar.
Anselmo: ¿Cómo te llamas?
Marinette: Marinette.
Anselmo: Pues bien,
Marinette, a partir de hoy ésta será tu casa.
Marinette demostró al poco tiempo
que no sólo era hermosa y trabajadora, sino que además tenía un
excelente carácter. Tanto es así, que el boticario, que no quería
a nadie, se enamoró de ella.
Anselmo: ¿Quieres casarte
conmigo?
Marinette: ¡Mi abuela le
convendría más!
Anselmo: Si me aceptas como
prometido, te confiaré la llave del sótano.
El sótano, donde Anselmo se
encerraba todo el día, intrigaba muchísimo a la muchacha. El
boticario no dejaba que Marinette metiera allí sus narices, bajo
ningún concepto. Astutamente, ella observó:
Marinette: En ese caso, sería
diferente...
Anselmo: Entonces, ¿me
aceptas?
Marinette: A cambio de la
llave, sí.
Él se la entregó con la
advertencia de que tenía prohibido usarla antes de la boda.
Anselmo: La apertura de esa
puerta será mi regalo de boda. Una futura mujer casada debe tener
paciencia.
Pero lo primero que hizo Marinette,
por supuesto, fue desobedecer aprovechando que su patrón salía.
Cuando bajó las escaleras se llenó de indignación al ver a siete
duendes atareados en el sótano.
Marinette: ¡Menudo granuja!
¡Qué sinvergüenza! !Así que su reputación era inmerecida!
Duende 1: ¡Desde luego! Toda
su reputación se la debe a esta esclavitud en la que nos tiene
consumidos. ¡Ya hace más de cincuenta años que no vemos el sol!
Duende 2: Y que no comemos
más que trigo rancio. ¡Un trigo que ni las palomas querrían comer!
Duende 3: ¡Por no hablar de
los castigos que nos impone cuando somos demasiado lentos para su
gusto! Al principio éramos ocho. ¡Pero uno de los nuestros murió
a causa de la paliza que recibió por dormirse sobre su brebaje!
Marinette: ¡Voy a liberaros
ahora mismo!
Duende 1: ¿Y adónde iremos?
Duende 2: ¡Nuestro bosque
está tan lejos!
Duende 3: ¡Y, además,
Anselmo se vengará!
Duende 1: Nos exterminará a
todos.
Duende 2: ¡Empezando por ti,
generosa muchacha!
Duendes 1, 2, 3: ¡No, no,
quedémonos aquí! ¡Somos demasiado viejos para morir!
Marinette: No seáis tan
cobardes. Todos habremos huído para cuando el vuelva. ¡Venga, yo
abriré la marcha!
Apenas hubo caminado tres pasos, se
encontró de bruces con el boticario que había regresado antes de lo
previsto.
Anselmo: ¡Miserable! ¡Me
has desobedecido! ¡Voy a hacerte pagar muy cara tu traición!
Pero entonces sucedió algo
increíble. Aquellos duendes que se habían mostrado tan temerosos,
saltaron sobre el agresor para defender a la muchacha; y es que, la
gratitud de las gentes del bolque, es más fuerte que el miedo.
Hicieron tanto y tan bien su
trabajo, que el boticario quedó sordo, ciego e impotente para el
resto de sus días. Marinette se casó con él y después lo encerró
en el sótano donde lo alimentó sólo de trigo rancio. A los
duendes, en cambio, les dio la habitación más soleada de la casa y
los alimentó con aquello que más les gustaba. Más tarde, con la
ayuda de su abuela, reabrió la botica como si no hubiese pasado
nada. Y todo París pregonaba con ardor que Marinette era una
bendición que no sólo hacía remedios tan buenos como los de su
marido, sino que también atendía a los pobres como a los ricos.
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