jueves, 30 de mayo de 2013

Hércules 1ª parte.

Julia Rodríguez Morales.



Hércules 1ª Parte: El nacimiento.
(Adaptado de Christian Grenier. Los doce trabajos de Hércules. Editorial Anaya)

Narradora: Anfitrión, rey de Tebas, había tenido que abandonar la ciudad al frente de sus tropas para repeler la agresión de sus enemigos vecinos.
En su ausencia, una pequeña guarnición quedaría de guardia para proteger la ciudad.
Aquella noche, Filos, alarmado, despertó a la guardia que se había quedado dormida a las puertas de la ciudad.

Filos: ¡Vamos, despertaos! ¿Oís ese ruido de galope a lo lejos? ¡Son los telebeos! ¡Vienen a tomar la ciudad por sorpresa!

Narradora: El pánico corrió por sus venas. Inmediatamente antes de partir, Anfitrión le había hecho el siguiente encargo:

Anfitrión: Dejo a Alcmena bajo tu protección. ¡Cuida de que durante mi ausencia no le suceda nada malo!

Narradora: Hacía poco tiempo que Anfitrión se había casado con la bella Alcmena, hija del rey de Micenas.

Filos: No. Aguardad... Eso no es un ejército en marcha: ¡No oigo más que el galopar de un caballo!

Narradora: De repente, un caballo surgió de la oscuridad montado por un jinete con resplandeciente armadura. Filos dio un paso al frente:

Filos: ¡Alto! ¿Quién eres, forastero? ¡Habríamos podido darte muerte! ¿Acaso ignoras que estamos en guerra?
Júpiter: Lo sé mejor que nadie. ¿Así recibís al amo de estos lugares?
Filos: ¿Sois vos, señor? ¿Cómo venís solo, a estas horas y sin escolta?
Júpiter: Sois unos soldados muy valientes. Filos, condúceme hasta donde está mi esposa.
Filos: Majestad, perdonad mi osadía, ¿debemos temer la victoria de nuestros enemigos?
Júpiter: No te preocupes, Filos. Mi visita no tiene nada que ver con la guerra. Echo en falta a la hermosa Alcmena. He querido darle una sorpresa.

Narradora: Ya en el dormitorio, Alcmena, al reconocer a su esposo, no pudo contener su angustia:

Alcmena: ¡Anfitrión! ¿Qué haces aquí? ¿Qué catástrofe me vienes a anunciar?
Júpiter: ¡Ninguna, amada mía! Tenía tantas ganas de verte... Alcmena, tu belleza es tan grande que hasta los propios dioses se condenarían por ti...
Alcmena: ¡Ven!
Júpiter: Pero bueno, Filos, ¿todavía sigues ahí? ¿No te parece que ha llegado el momento en que nos dejes a solas?

Narradora: Cuando Filos regresó a las puertas de la ciudad, del cielo empezó a caer una extraña lluvia: gotitas de oro que cubrieron los cerros de los alrededores y la ciudad de Tebas.

Filos: ¡Mirad! Esta no es una noche cualquiera.

Narradora: El forastero volvió a aparecer en las puertas de la ciudad y, sin decir palabra, partió al galope al tiempo que la lluvia dejó de caer.
Al poco tiempo, Anfitrión regresó victorioso con su ejército a Tebas. Al reunirse con Alcmena le dijo:

Anfitrión: ¡Amada mía, estos meses sin verte me han parecido eternos! Hace tiempo que aguardaba este momento...
Alcmena: Pero si conseguiste escaparte y venir a verme a escondidas. ¿Sabes que de esa noche espero un hijo?
Anfitrión: ¿De qué me hablas? ¡Yo no me he separado de mis tropas! ¿Quién es ese hombre que confundiste conmigo?
Alcmena: ¿Cómo puedes pensar que te confundiera con otro?
Anfitrión: Alcmena, ¿qué mentira inventas para esconder tu infidelidad?

Narradora: Anfitrión hizo llamar a Filos quien confirmó las palabras de su esposa. El rey, en un rapto de ira, desenvainó la espada. En aquel mismo instante, un intenso resplandor iluminó la estancia y el dios Júpiter apareció envuelto en una aureola de luz vestido con la misma armadura que llevaba aquella noche.

Júpiter: Aplaca tu cólera, Anfitrión. Alcmena no te ha traicionado. Fui yo el que adopté tus rasgos para poderla visitar. Sí, lleva en su seno a un hijo que llegará a ser un héroe. ¡Su fuerza y sus hazañas serán legendarias! ¡Y al niño le pondréis por nombre Hércules!

Narradora: Luego desapareció en medio de un relámpago seguido de un gran trueno.
En el Olimpo, la morada de los dioses, Juno, esposa de Júpiter, que había escuchado punto por punto las palabras de su infiel marido, le esperaba con toda su cólera:

Juno: ¡De modo que me has vuelto a engañar con otra! ¡Tienes la despreciable costumbre de mezclarte con las humanas para hacerles hijos!
Júpiter: ¡Te juro que será la última vez! Hércules será invencible. Gobernará Micenas, reino de su madre, y Tirinto, reino de su padre.
Juno: ¡No corras tanto, Júpiter! A ese niño yo ya lo odio. Otro niño podría llegar a ser rey de esas ciudades.
Júpiter: ¿Otro niño? ¿Cuál?
Juno: El que tendrán Esténelo y Nícipe, su esposa. ¿Acaso olvidas que Esténelo es también descendiente de Perseo?

Narradora: Júpiter sabía que aquel niño aún no había nacido. Así que recurrió a su astucia:

Júpiter: Tienes razón, Juno. Los dos primos no podrán reinar a la vez. Te propongo que el que nazca primero tenga absoluta prioridad sobre el otro.
Juno: De acuerdo. ¿Me das tu palabra, Júpiter?
Júpiter: ¡Te la doy!

Narradora: Pero Juno consiguió que Nícipe quedara embarazada y que el niño naciera antes de tiempo; una criatura débil y menuda, que llevaría el nombre de Euristeo, futuro rey de Micenas y de Tirinto. Los planes de Júpiter se vinieron abajo y Hércules no tendría más remedio que acatar sus órdenes.
Poco después, Alcmena dio a luz dos niños. Uno de ellos, de un tamaño fuera de lo común y de una belleza excepcional, Hércules, llamaba la atención por su fuerza y robustez.
Pero Juno quería eliminar a ese posible rival de su protegido Euristeo y una noche dejó a los pies del pequeño Hércules dos enormes serpientes dispuestas a estrangularlo enroscadas a su cuerpo. El pequeño con sus gordezuelas manos de repente las agarró por el cuello y dio fin a sus vidas y al mortal encargo que portaban.
Júpiter no tardó en enterarse de aquel cobarde intento de asesinato. Fue en busca de su aliado Mercurio, el dios de las sandalias aladas, para que aquella misma noche llevara volando al pequeño Hércules al Olimpo. Ya allí lo acercó sigilosamente a los pechos de Juno que estaba profundamente dormida.

Júpiter: ¡Bebe! ¡Bebe, hijo mío, la leche de los dioses! ¡Cada gota de esa leche te aproxima a la inmortalidad!

Narradora: Juno seguía dormida y Hércules seguía mamando hasta que por fin sació su hambre. Júpiter lo separó de sus pechos y se lo entregó a Mercurio:

Júpiter: ¡Vamos, de prisa, llévaselo a sus padres! ¡Y vuelve en seguida! Juno no debe sospechar nada.

Narradora: Mientras Mercurio regresaba a la ciudad de Tebas, la oscura bóveda celeste se cubrió con la leche que del pecho de Juno seguía manando. Y así fue como aquella noche en que Hércules mamó a los pechos de Juno nació la Vía Láctea.


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Hércules 2ª parte.

Julia Rodriguez Morales.

Hércules 2ª Parte: Infancia y juventud.
(Adaptado de Christian Grenier. Los doce trabajos de Hércules. Editorial Anaya)

Narrador: Al poco tiempo, un fuerte relámpago despertó a Anfitrión en medio de la noche. Era Júpiter que se presentaba ante el rey de Tebas:

Júpiter: ¡A Hércules le aguarda un destino glorioso! Encárgate de su formación y edúcalo como si fuera tu propio hijo. Pero desconfía de las estratagemas de mi esposa Juno, que ha jurado acabar con mi hijo.
Anfitrión: Así haré, poderoso Júpiter.

Narrador: Hércules desde pequeño demostró poseer una especial habilidad en el manejo de las armas así como una descomunal fuerzas, pero rehuía el conocimiento de la gramática y el cálculo que le resultaban muy aburridas.
Cierto día discutía con su maestro Lino:

Lino: Para que te consueles, Hércules, te dejo elegir el libro sobre el que trabajaremos hoy.
Hércules niño: Son todos muy aburridos: tragedias, odas, poemas... Espera, este me gusta.
Lino: ¡Te burlas de mí! Es un libro de cocina.
Hércules niño: ¡Pero tú me dijiste que hoy podría elegir!
Lino: ¡En eso se reconoce tu glotonería! ¡No piensas más que en comer y pelearte! ¡Estoy perdiendo el tiempo contigo! ¡Así que me marcho!

Narrador: Hércules de un manotazo obligó a su maestro a sentarse.

Hércules niño: ¡Vamos a trabajar sobre el texto que yo he elegido, como tú dijiste!

Narrador: Lino, irritado, le dio una bofetada. ¡Jamás hasta entonces nadie se había atrevido a ponerle una mano encima! Hércules le arrojó el taburete sobre el que estaba sentado a la cabeza y el maestro cayó al suelo.

Hércules niño: ¡Lino, por favor, perdóname! ¡Lino, contéstame, te lo ruego!

Narrador: Pero, Lino, no podría ya contestarle jamás pues estaba muerto. Anfitrión dudaba sobre si revelarle el secreto sobre su origen divino, causa de de la desmesurada fuerza que tenía. Pensó que todavía no había llegado la hora, pero se reunió con él y le dijo:

Anfitrión: No eres más que un niño, Hércules, pero tienes que expiar tu culpa. Saldrás de este palacio y te irás al monte Citerón a vivir con los pastores. ¡Ojalá, que en medio de la naturaleza, puedas ejercer esa fuerza que te domina y hacer algo útil por aquellos con quienes compartirás su existencia! No volverás a palacio hasta que cumplas dieciocho años.

Narrador: Juno, que observaba a los hombres desde el monta Olimpo, no pudo reprimir su alegría:

Juno: ¡Este joven héroe es tan impulsivo que el mismo corre a su perdición! Ni siquiera va a ser necesario que intervenga.

Narrador: Transcurrió el tiempo y su cuerpo se fue robusteciendo todavía más y su hermosura llegó a ser impresionante. Pero, temeroso de su propia fuerza, medía todos sus actos para no provocar ningún hecho irreparable.
Una mañana, uno de los pastores con los que vivía fue a quejarse en el campamento:

Pastor: ¡El león que arrasa este monte me ha comido seis corderos! ¡Quién podrá liberarnos de ese monstruo! ¡Ninguno de los cazadores del rey Anfitrión se atreve a enfrentarse a él!

Narrador: Aquella misma noche armado con jabalina y espada, Hércules, se lanzó en su persecución. Un mes duró aquel acoso hasta que una mañana el animal se detuvo exhausto. De un golpe, Hércules lo traspasó con su lanza y luego lo descuartizó:

Hércules: Mañana me presentaré ante las puertas de Tebas con su piel. Ya he cumplido dieciocho años y puede que mi padre me perdone.

Narrador: Al día siguiente, cerca de la ciudad, se encontró con un grupo de gente que también se encaminaban a ella. Se ciñó la piel de león sobre sus hombros y se dirigió a ellos:

Hércules: ¿Qué motivo os lleva a Tebas? ¿Acaso vais a rendir homenaje a mi padre, el rey Anfitrión?
Emisario: ¿Homenaje? ¡Él es el que tiene que darnos cuentas!
Hércules: ¡Qué cuentas! ¡Explicaos!
Emisario: Somos embajadores de Ergino, rey de la ciudad de Orcómeno, venimos, como todos los años, a reclamar al rey Anfitrión el tributo de cien bueyes por el delito que antaño cometió la ciudad.
Hércules: ¿De cuál delito habláis?
Emisario: Pues, la verdad es que ya no nos acordamos pero se sigue manteniendo la tradición del tributo.
Hércules: ¡No debió ser muy grave esa falta cuando ya la habéis olvidado! Así que dad media vuelta y no se os ocurra volver a aparecer por Tebas!

Narrador: Los emisarios de Ergino blandieron sus espadas y Hércules, midiendo los golpes con toda precisión, fue cercenándoles las orejas o la nariz a cada uno de ellos. Luego les ató las manos a la espalda y les colgó sus apéndices al cuello.

Hércules: Ya podéis regresar junto a vuestro amo. ¡Y no olvidéis decirle que esos collares son el tributo que les envía la ciudad de Tebas.

Narrador: El regreso de Hércules a palacio se celebró con una gran fiesta. El héroe le entregó a Anfitrión la piel de león que había cazado y, luego, le contó cómo había logrado liberar a la ciudad de su deuda. Al oír esta hazaña, el rey frunció el entrecejo y dijo:
Anfitrión: Mucho me temo que Ergino no va a estar muy contento del trato que le has dado a sus embajadores...

Narrador: Pero esa..., esa es otra historia.


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Hércules 3ª parte.

Julia Rodríguez Morales.

Hércules 3ª Parte: El regreso a Tebas.
(Adaptado de Christian Grenier. Los doce trabajos de Hércules. Editorial Anaya)

Filos: ¡Majestad, se acerca un ejército encabezado por Ergino! ¡Vienen dispuestos a combatir, y nosotros todavía no estamos preparados.

Narrador: Efectivamente, humillado por la afrenta que había hecho a sus embajadores, el rey de la ciudad de Orcómeno venía a declarar la guerra a Tebas. Anfitrión, el rey de Tebas, a fin de ganar tiempo, quería negociar, pero Hércules intervino:

Hércules: ¡Padre, déjame que me ponga al frente de los más valientes soldados de tu ejército y verás de lo que soy capaz!
Anfitrión: ¡Tómalos y vete a luchar, Hércules! ¡Pero no hagas mal uso de tu fuerza! Creonte, mi más prudente ministro, quedas al cargo de la ciudad. Si me sucediera alguna desgracia, tú serás el nuevo rey de Tebas. ¡Así lo dispongo! ¡Si Ergino quiere la guerra, la tendrá!

Narrador: Se inició la desigual batalla en la que Ergino dio orden a sus arqueros de que apuntaran al rey de Tebas, que atravesado por varias flechas, yacía en medio de charco de sangre.

Anfitrión: ¡Socorro, Hércules!
Hércules: ¡Ay, padre, no me abandones!
Filos: ¡Tu padre ha muerto, Hércules! Ahora no te queda más remedio que acabar lo que has emprendido.

Narrador: Hércules comprendió que no sólo era necesario utilizar la fuerza para ganar aquella guerra. Era preciso también demostrar prudencia e inteligencia, como le había recomendado Minerva. Se alejó de su ejército y trepó hasta la cumbre del Citerón con el fin de desviar el curso del río hacia el valle donde se celebraba la batalla. Esta tarea le llevó varios días. Cuando todo estaba preparado, ordenó a su ejército que se retirara y derribó con una enorme rama de oliva el muro de tierra que daría salida al agua hacia el valle. Los soldados de Ergino no tuvieron tiempo para darse cuenta de lo que sucedía: ¡el río los arrastró y todos perecieron ahogados! Mientras, el rey de Orcómeno, vociferaba desde una loma:

Ergino: ¡Me vengaré! ¡Juro que me vengaré! ¡La ciudad de Tebas será arrasada!
Narrador: Hércules tomó una flecha y apuntando con cuidado, soltó la cuerda. La flecha atravesó silbando todo el valle... ¡y fue a clavarse en el cuello de Ergino! Hércules, ante los supervivientes del ejército enemigo, pronunció estas palabras:

Hércules: Os perdono la vida. Pero, de hoy en adelante, la ciudad de Orcómeno pagará un tributo anual a Tebas de doscientos bueyes.

Narrador: El nuevo rey de Tebas, Creonte, hombre bueno y prudente, lo acogió como un libertado:

Creonte: El palacio está a tu disposición, Hércules. Esta es tu casa. Si quieres algo, trataré de satisfacer tus deseos.

Narrador: Creonte tenía una hija, Mégara, a la que las hazañas de Hércules no le eran indiferentes. Su dulzura y paciencia dejaron huella en el corazón del joven. Una mañana fue a ver a Creonte y le dijo con toda franqueza:

Hércules: Creonte, estoy enamorado de tu hija Mégara. Sé que ella también me quiere. Vengo a pedirte su mano.
Creonte: ¡Hércules, nada podría agradarme más! ¡Casaos y sed felices! ¡Después de todas las pruebas que has padecido, espero que puedas conocer la felicidad!

Narrador: Hércules se casó con Mégara y tuvieron tres hijos. Durante varios años reinó la felicidad, pero Juno, en el monte Olimpo, rumiaba su venganza y esperaba su momento para intervenir una vez más:

Juno: ¡Es preciso que Hércules se vuelva loco! Erinias, divinidades infernales, que Hércules pierda la cordura para que se haga justicia!

Narrador: Poco después, cuando Mégara y sus hijos se disponían a ofrecer un sacrificio a los dioses ante el altar de piedra de su hogar, Hércules apareció poseído por la locura. Se abalanzó sobre ellos y levantando la pesada piedra del altar la arrojó sobre toda su familia. Alcmena, la madre de Hércules, acudió precipitadamente ante los gritos. Todo fue inútil: su mujer y sus tres hijos perecieron en el acto. Pero desde el Olimpo, Minerva, diosa de la sabiduría, acudió en ayuda de Alcmena:

Minerva: ¡Duérmete Hércules! ¡Te ordeno que te sumas en el sueño!

Narrador: Cuando Hércules despertó, contempló horrorizado cómo en un ataque de locura inexplicable acababa de matar a los seres que más quería en el mundo.

Hércules: ¡Quiero morirme! ¿Para qué voy a vivir si los dioses han querido que sea el asesino de mi propia familia? ¡Madre, si la muerte no me quiere, dime tú con qué castigo puedo expiar mis crímenes!
Alcmena: Lo que los dioses hayan decidido, sólo los dioses podrán revelártelo, Hércules.
Hércules: ¡Voy a consultar a los dioses! Así, sabré la verdad y conoceré la causa de mis desgracias y el destino que me han trazado.

Narrador: Hércules puso rumba a Delfos para consultar el oráculo del dios Apolo, hijo de Júpiter. Allí esperaba que la Pitia, la mujer que hablaba por boca del dios, respondiera a su pregunta: ¿cómo podía expiar sus culpas? En realidad, era el mismo Júpiter en persona quien respondía a la pregunta que le formulara un mortal. Sus palabras se las transmitía a su hijo Apolo quien, a su vez, se las repetía a la Pitia por cuya boca habla el dios. Allí estaba ella, sentada en un taburete de tres patas situado en una grieta por donde salía una humareda del interior de la tierra. Hércules no tuvo tiempo de formular la pregunta, en cuanto llegó ante la mujer ella habló con voz clara y potente:

Pitia: Eres Hércules, un semidiós, un héroe, el hijo que me dio Alcmena. Si has cometido tantos crímenes, es porque Juno, por celos, hizo que te volvieras loco. Con ello, pretendía recordarme una promesa y el acuerdo que habíamos concluido.
Hércules: ¿Una promesa? ¿Un acuerdo?
Pitia: Ve a Tirinto, Hércules. Allí encontrarás a tu primo Euristeo, rey de Micenas. Ponte a su servicio durante ocho años y obedécele sin rechistar. Tienes que cumplir las tareas que te encomiende. Te impondrá doce trabajos, y ese será el único medio de lavar tus crímenes y de acatar la voluntad de los dioses.

Narrador: Ahora, Hércules ya conocía la verdad. ¡Era hijo de Júpiter y objeto de rivalidad entre las dos divinidades mayores del Olimpo! Aquella misma tarde emprendió viaje hacia Tirinto. Había llegado el momento de demostrar que era un héroe, pero esa, esa es otra historia...


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martes, 7 de mayo de 2013

El peral de la tía Miseria.

El peral de la tía Miseria.

La tía Miseria era una mujer pobre y vieja, muy muy vieja. Pero ella no quería morirse. Vivía en una choza a las afueras del pueblo y no tenía más que un peral a la puerta de su casa. Pero ocurría que, como las peras eran tan buenas, los chicos del pueblo venían y se las robaban y ella sólo podía recoger las que dejaban.
Un día apareció a la puerta de su casa un pobre y la tía Miseria lo invitó a pasar y a compartir unas sopas de pan que había hecho. Luego, le cedió su jergón para que durmiera en su casa.
A la mañana siguiente, cuando la tía Miseria vio que el pobre se levantaba ya para marcharse, le dijo:
Miseria: Espere usted, que voy al pueblo a buscar unos pedazos de pan que me habían prometido ayer y los traigo para que se vaya usted desayunado.

El pobre se negó y la tía Miseria insistió tanto que al final se vio obligado a decirle que él era en realidad un santo del cielo y que Dios le había mandado al mundo para ver cómo se ejercía la caridad y que, haciendo este encargo, había dado con ella. Y le dijo:

Pobre: En vista de tu bondadoso corazón voy a concederte una gracia, la que tú me pidas.
Miseria: Verá usted, le voy a pedir una gracia: que siempre que alguien se suba al peral a comerse mis peras, no pueda volver a bajar de él sin que yo se lo mande.
Pobre: Sea; concedido.

Desde entonces, después de un par de escarmientos, no volvieron a quitarle una pera. Y, así pasaron los años y la tía Miseria cumplió más de noventa.
Un día llegó a la puerta de su casa uno que parecía hombre y mujer, cubierto con una gran capa negra y con una guadaña al hombro y le dijo a la tía Miseria:
Muerte: Vamos, Miseria, que ha llegado tu hora.
La tía Miseria reconoció en seguida a la Muerte. Y empezó a protestar:
Miseria: ¡Mira tú! Ahora que estaba pasando unos años tranquila, ahora que estoy viviendo yo tan a gusto con mis cuatro cosas, quieres que te acompañe. Pues no me quiero morir.
Porfió la tía Miseria, pero al fin vio que no podía esquivarla y entonces le dijo a la Muerte:
Miseria: Bueno, está bien, ya me voy; pero, mientras me arreglo, haz el favor de cogerme esas cuatro peras que quedan en el peral, que las quiero para el camino.
La Muerte accedió y se subió al árbol a coger las peras; y al ir a bajar vio que no podía y que se había quedado agarrada a él. Hizo todos los esfuerzos que sabía, pero nada, allí se quedó. Y la tía Miseria, que la observaba desde el ventanuco, le gritó:
Miseria: Ahí te quedas tú y aquí me quedo yo, que sin mi permiso no puedes bajar.
Así pasaron otros pocos años y, entretanto, en el mundo empezó a sentirse la ausencia de la Muerte y nadie se moría. Los viejos se hacía más viejos, pero ninguno moría. No se moría la gente ni en las guerras. Los que, desesperados, se suicidaban, sólo quedaban malheridos. Había muchos enfermos que pedían a los médicos que los mataran y los médicos, a su vez, no podían con todos y andaban buscando algún modo de que se muriese la gente. La desesperación era muy grande y cada vez aumentaba más y muchísima gente odiaba la vida y trataba de deshacerse de ella. Pero no había manera, porque la Muerte estaba colgada del peral de la tía Miseria.
Entonces los médicos tomaron la decisión de encontrar a la Muerte donde fuera y se esparcieron por todo el mundo a buscarla. Uno de ellos acertó a pasar cerca de la choza de la tía Miseria. Y al verlo, la muerte le llamó:
Muerte: ¡Eh, tú, médico!
El médico la reconoció de inmediato:
Médico: ¡Vaya, vaya, al fin, mi amiga la Muerte! Sabrás que te andamos buscando por medio mundo.
Muerte: Sácame de aquí, que estoy atrapada en el peral.
El médico, ni corto ni perezoso, se subió al árbol para ayudar a la Muerte y quedó preso él también. Y así estuvo día y noche junto a la Muerte hasta que sus familiares lo encontraron agarrado al árbol. Llamaron a otros del pueblo que llegaron con hachas para derribar el peral; pero en esto la tía Miseria apareció y les gritó:
Miseria:¡No me cortéis el peral, que es lo que más quiero en el mundo!
Médico: Pues tenemos que hacerlo para librar a la Muerte, porque los enfermos, los viejos, los heridos y todo el mundo están que ya no pueden más de tantas calamidades.
Miseria: Pues aunque me cortéis el árbol no se soltará de él nadie que esté agarrado. Así que yo soltaré a la Muerte con una condición.
Muerte: ¿Cuál es la condición?
Miseria: Que no vengas por mí hasta que yo te llame tres veces.
Muerte: De acuerdo.
Y la tía Miseria la dejó ir. La Muerte, apenas se vio libre, empezó a segar vidas con su guadaña y la gente empezó a morir por todas partes.
Mientras tanto, la tía Miseria siguió viviendo en su choza con su peral, su jergón, su silla, su cesto y su perro, tan tranquila por más que pasaron los años, pidiendo limosna y vendiendo sus peras. Y cuentan que es por esta razón por la que siempre ha habido Miseria en el mundo, aunque no sabemos si algún día la Miseria, cansada de tanto vivir, será ella quien busque a la Muerte.


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